La presidenta de Croacia, Kolinda Grabar-Kitarovic, se ha convertido en todo un símbolo en el Mundial de fútbol de Rusia
El presidente francés, Emmanuel Macron, y la presidenta de Croacia, Kolinda Grabar-Kitarovic, en el Mundial de Rusia. Moreau-Perusseau/bestimage GTRES |
Todavía se oye el eco de la advertencia de Arturo Pérez Reverte de que si la Academia adapta la Constitución Española al lenguaje inclusivo él dejará la institución cuando el mundo entero se rinde a los fastos tan excluyentes de la masculinidad.
Hagan la prueba. Revisen las primeras páginas de la prensa, sigan la radio y la televisión: los hombres atletas son los héroes del momento. Los himnos nacionales, los salarios de escándalo, las loas y los premios son para ellos.
Si no están sufriendo sobre el pavés en el Tour, están metiendo goles en Rusia, escalando puestos en la clasificación del tenis mundial o comprándose una mansión de ensueño en Turín.
Las mujeres juegan en otra liga.
Los medios apenas hablan de ellas y el público no las distingue con el interés y el patriotismo que suscitan los caballeros. Imposible saber si la culpa es de los medios o del público. El caso es que el deporte femenino sufre la misma maldición que la esgrima, el salto de pértiga o la hípica: solo se las ve cada cuatro años en los Juegos Olímpicos. Ha sido siempre así, pero ahora que las mujeres ganan terreno en la política, los negocios, la ciencia o cualquier otro sector económico, las competiciones deportivas son el reducto ideal donde los hombres pueden hacerse fuertes y resistir a la invasión femenina. Ahí no se puede esgrimir la igualdad. Las que lo han intentado han sucumbido, casi siempre, a la mayor fortaleza de la musculatura masculina. Le sucedió a la tenista Martina Navratilova y sufrieron el mismo trance las hermanas Williams, a las que derrotó en 1998 un alemán desconocido llamado Karsten Braasch, número 203 del ranking mundial. Así que quizá no es casualidad que en el deporte competitivo de masas —fútbol, motociclismo, tenis y poco más— se acumulen tantas ingentes masas de billetes.
En este contexto, el papel destacado en el campeonato mundial de fútbol por Kolinda Grabar-Kitarovic es todo un símbolo. Grabar-Kitarovic, presidenta de Croacia, llamó la atención en la final con sus expresiones de alegría, sus abrazos y sus besos a los futbolistas y también al jefe del Estado francés, Emmanuel Macron. Esta mujer de 50 años, que habla inglés y español, se pagó su billete en clase turista para ver los partidos. Se perdió alguno porque tuvo que acudir a la cumbre de la OTAN, pero volvió el domingo con Macron y ahí volvió a vestir la camiseta nacional y a jalear a los rivales y a los suyos incluso tras la derrota. El emblema de la deportividad lleva hoy su nombre. Toda una lección.
Grabar-Kitarovic no era la única mujer en el estadio ruso. Las aficionadas —siempre que no sean iraníes o de ciertos países árabes— acuden cada vez más a los estadios y lloran de emoción como ellos. El torbellino social arrastra a todos por igual, aunque solo unos pocos —siempre hombres— sean los beneficiarios encumbrados a dioses del Olimpo cuyas gestas se reproducen una y otra vez a cámara lenta generando modelos que difícilmente las niñas pueden alcanzar. Pero ante un mundo tan desigual, a la Real Academia, donde solo hay 8 mujeres frente a 36 varones, le preocupa más el lenguaje inclusivo. Su director, Darío Villanueva, dice que el problema está en confundir la gramática con el machismo. Menos mal que ha puesto el dedo en la llaga.
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