Debido al Mundial de Qatar, por un par de semanas dio la impresión de que lo único importante que tiene la humanidad es el futbol, un deporte inglés que los marineros británicos regaron por todo el mundo y que parece ser el más popular de todos los deportes en donde quiera que hay algo de civilización.
No se hablaba de otra cosa. Le prensa, tanto la escrita como la hablada, no trataba otro tema. Los medios de comunicación social de todo calibre se uniformaron por varios días. Algunos estaban en contra del Mundial porque muchos trabajadores murieron durante la construcción de los estadios en los que se haría el campeonato, otros en cambio estaban a favor y resaltaban que también para hacer las pirámides, el Taj Mahal y otros monumentos universalmente admirados y aceptados murieron centenares y hasta miles de trabajadores.
Y poco a poco la población del planeta se fue polarizando, pero no entre partidarios y detractores del Mundial, sino entre seguidores de Brasil o de Argentina o de Francia o de Alemania, que al final, con la eliminación de algunos de ellos, quedaron divididos entre partidarios de Argentina y seguidores de Francia, lo que los medios orientaron hacia una disputa entre admiradores del argentino Messi y del afrofrancés Mbappé.
Por mi parte, me sentí en una posición envidiable, porque no me importaba en absoluto quiénes ganaran ni quiénes perdieran. Me daba exactamente igual. Viví tres años en Argentina y siento gran afecto por ese país, pero mi abuelo materno, Eduardo Sucre, se crio en Francia y legó a sus descendientes una notable admiración por lo francés. De modo que me daba lo mismo que ganaran unos u otros.
La eliminación de Brasil, equipo al que le tengo una gran antipatía, satisfizo todas mis aspiraciones, y lo demás sería por añadidura. En definitiva, solo vi el segundo tiempo, los minutos adicionales y los penales definitorios del último partido. Celebré el triunfo de Argentina, tal como hubiera celebrado el de Francia, aunque quizás un poco más por el hecho de que Lionel Messi, un hombre más o menos normal, desplazó como “rey” al drogadicto y delincuente Maradona, lo cual debe ser celebrado.
Pero de resto, cero hits, cero errores, cero carreras. En eso soy bastante venezolano: me interesa más el béisbol que el futbol, aunque tampoco soy fanático de la pelota. El futbol apareció muy temprano en mi vida, debido a que mi padre, Marco Antonio Casanova, “Poncho” Casanova, fue un futbolista de nota en su juventud, y se refería a eso con mucha frecuencia.
En 1945, cuando yo tenía cinco años, asistí con mi madre y mi hermana a un partido en el estadio Nacional de El Paraíso, en el que se enfrentaron los campeones de ese año, el “Universidad”, con una selección de los veteranos retirados de tiempos anteriores, y el “Poncho” fue el centro-defensa de los veteranos, que ganaron el parido 2 a cero. Me impresionaron mucho los patadones que dio mi papá para despejar, varias veces, y con una potencia admirable. Uno de ellos elevó al balón casi hasta el nivel de las últimas filas de espectadores y hasta causó una ovación del público.
Yo mismo jugué fútbol en mi adolescencia y mi juventud, pero sin poderme comparar ni remotamente con mi padre. En 1952 los hermanos de La Salle de La Colina decidieron crear un equipo llamado “La Colina”, los que solíamos jugar en sus canchas nos entusiasmamos. Pero los “curas” tuvieron una ocurrencia nada feliz, y decidieron que solo podrían integrar el equipo estudiantes con un promedio de notas superior a 14 puntos, cuando los buenos jugadores teníamos un promedio que difícilmente llegaba a 12. El resultado fue que el nuevo equipo estuvo formado por buenos estudiantes pero malos futbolistas, y los malos estudiantes pero buenos jugadores nos quedamos fuera, pero decidimos formar nuestro propio equipo y, para furia de los “curas”, así lo hicimos.
Como dos o tres de nosotros éramos hijos de jugadores del “Deportivo Venezuela”, quisimos llamarlo así, pero un hijo del general López Contreras tenía un equipo con ese nombre, y terminamos llamando el nuestro “Deportivo Caracas”. Tuvimos un arranque pésimo, pero mi padre, que era el jefe del Banco Obrero y presidente de un club de futbol profesional llamado “Litoral” que tenía varios jugadores importados, contrató a dos profesionales uruguayos, Carlos Chagas y Alcides Mañay, como entrenadores y directores técnicos del equipo de su hijo, lo que en poco tiempo nos convirtió en imbatibles.
Y el año siguiente le cambiamos en nombre a nuestro equipo y lo convertimos en “Banco Obrero”, que el poco tiempo llegó a ser una verdadera potencia en las categorías menores. Por mi parte, en 1954 tuve que retirarme definitivamente por una lesión en el tobillo derecho, que se sumó a una cierta falta de interés por el deporte. Pero siempre me quedó algo de afición por el futbol, aunque no demasiado, lo cual se materializó en este Mundial, que no me interesó demasiado. Total, sé muy bien que se trata de pan y circo, pero demasiado circo y muy poco pan. Allá ellos.
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