Como cada abril, comienza una nueva temporada de las Grandes Ligas. El porvenir es esto: el aroma a yerba recién cortada de los estadios en primavera. Sin embargo, se ha extendido la creencia de que el béisbol es un juego aburrido que tiene que renovarse si quiere captar adeptos. En una época patas arriba, en la que casi todo está mal, todavía se empeñan en modificar una de las pocas cosas perfectas que sobreviven.
La temporada regular de las Mayores consta de 2430 partidos, un aproximado de 7379 horas o, lo que es lo mismo, 307 días de béisbol. Casi un año de ópera comprimido en seis meses, un carrusel de emoción increíble.
Aquellos que ya advertidos van a seguir desperdiciando su tiempo en Spotify o Netflix, oyendo y viendo quién sabe qué, pueden hacerlo desde luego. El béisbol no tiene que ir a ellos. No hay que sacrificarlo en el altar de la prisa para algunos supuestos nuevos fanáticos. Si no han aprendido a disfrutarlo como es, no van a aprender a disfrutarlo de ninguna manera.
Para esta temporada ya se eliminaron los lanzamientos en las bases por bolas intencionales, y hay otra serie de trámites considerados innecesarios que también están vistos para sentencia: ciertas consultas entre mánager, cátcher y lanzador, o algunos timeoutspara abrocharse los cordones o sacudirse los spikes.
Espero que de ahí no pase. Soy de los que cree que por debajo de la superficie aparentemente estática del beisbol siempre está fluyendo un océano convulso de estrategias exquisitas y juegos mentales y que es justamente eso lo que lo vuelve el deporte más fascinante de todos. En el béisbol la meditación ociosa y el empleo obsesivo de la inteligencia inciden, e incluso muchas veces determinan, más que en cualquier otro juego el curso de las cuestiones prácticas.
Hay que desarrollar una habilidad biomecánica más rápida que el pensamiento para poder conectar un lanzamiento a 90 millas, no digamos ya uno a 100. Sin embargo, la destreza física –fluidez del swing, poder de los brazos, giro de las caderas– obligatoriamente tiene que sustentarse en todo el tiempo previo, muerto en apariencia, en el que el bateador se separa del cajón, el lanzador da rodeos alrededor de la tabla de lanzar y el cátcher se acomoda la pechera.
Esos gestos no son gratuitos, y no pueden eliminarse porque la frivolidad del beisbol es justo su fondo. Por debajo, cada cual está intentado descifrar al rival. Ya es tan milimétrico que, aunque le escamoteen algunos minutos, no puede ser radicalmente más lento sin dejar de ser lo que es. No es posible batear una curva de Clayton Kershaw si antes no se ha descubierto que Clayton Kershaw va a lanzar una curva, de la misma manera en que no se puede dominar a un portento como Miguel Cabrera si antes no hemos entendido que él esperaba una recta y le han lanzado una slider.
Un partido de béisbol –parafraseando a Piglia– son siempre dos. El que se ve y el que se intuye. Que el béisbol no se haya homogeneizado al ritmo del fútbol, de los aviones y de los tuits no quiere decir que sea un deporte anticuado. Al contrario, es un agujero negro de números y variables que ahogarían a cualquiera. Ha utilizado el desarrollo tecnológico para ahondar en aquellos detalles que lo vuelven singular.
Mientras más moderno, más mesurado y reflexivo. ¿No es esto una maravilla sin paralelo en 2017? “Es un juego diseñado para ser saboreado, no para atragantarse con él”, dijo la leyenda Bill Veeck.
En la temporada 2000, en plena época de esteroides, se pegaron 5693 jonrones en las Mayores, tantos como nunca. En 2016 fueron 5610. Vamos a tener números similares en los próximos meses, pelotas blancas incrustándose a toda velocidad en la pared de la noche.
No es de extrañar que este año, sin la sombra del dopaje, el récord se supere, lo que confirmaría que el béisbol es hoy el único deporte más eficiente que su trampa. Si esto no bastara, hay que decir que es un juego solar. Comienza en abril y termina en octubre. No tiene nada que ver con la infelicidad del hombre.
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