POLIS
Todos quieren ganar. Es la fascinación de las eliminatorias. Allí no hay medias tintas. O ganas o te vas. Nadie sale a especular, a buscar un empate o a perder por poco. Y tanto Rusia como Croacia entraron a ganar. Pero hay una diferencia. Rusia entró con la obligación de ganar. No así Croacia, pues si era eliminada, no tenía nada que perder. Las razones, lamentablemente, son extrafutbolísticas. El fútbol en Croacia es un juego profesional. En Rusia fue además, y de algún modo lo sigue siendo, un asunto de Estado. Eso obliga a que cada vez que hablamos del futbol internacional ruso tengamos que hacer lo que nunca quisiéramos hacer en estos casos: meternos en política.
No se trata de decir que el clima político actual de Rusia es el mismo que imperaba durante el periodo de la Nomenklatura. Sin embargo, cuando algo hubo, algo queda. Putin no es un jefe de estado totalitario, pero es un autócrata. Llevar el mundial a Rusia fue para él un asunto político y jugó muchas cartas políticas (y extrapolíticas, incluyendo el soborno) para lograrlo De ahí que, lo hubiera querido o no, la presión sobre los futbolistas era grande. Nadie los va a enviar a prisión si pierden (ocurrió una vez durante Stalin) pero en los ceños fruncidos y en el lenguaje corporal de los jugadores se notaba más la obligación que el deseo de ganar. También en la actitud de los entrenadores. Mientras el croata Dalić, con su aspecto de profesor de escuela miraba el partido como si hubiera sido un espectador más, su colega ruso Chersésov parecía un domador de leones. Si así increpa a los jugadores en público, hay que imaginar los entrenamientos. Como es sabido, dictaduras y autocracias funcionan sobre la base de la reproducción ampliada de pequeños dictadores y autócratas que actúan en todas las reparticiones públicas, incluyendo en ellas, la selección nacional de fútbol.
Los rusos entraron al campo con la obligación si no explícita, implícita, de ganar. Lo delataba el ritmo vertiginoso con que asumieron la primera fracción. No es que jugaran atropellados, todo lo contrario. Jugaban muy bien. Pero las que realizaban eran jugadas pre-fabricadas, bien aprendidas, productos de largos y duros entrenamientos. En ese momento pensé que ese ritmo maratónico no lo aguanta nadie. Y así fue.
El segundo tiempo dio la impresión de que los rusos ya no se podían las piernas. Los croatas, jugadores fogueados en las canchas de Europa, lo entendieron muy bien. Después de aguantar el chaparrón durante 30 minutos, coronado por ese balazo espectacular de Cherychev, comenzaron a hacer lo que los rusos no saben hacer muy bien: jugar de modo horizontal haciendo circular la pelota. Esos lapsos no verticales suelen ser muy importantes. En ellos los equipos recrean su juego, ordenan sus filas, hacen, por así decirlo, un fútbol reflexivo, buscando el espacio apropiado para el repentino ataque o para el cabezazo oportuno como fue el del gol de Mandzukic.
Claro está, para controlar horizontalmente el juego se necesita de individuos versados en la poética del balón, pues cualquier pase en falso abrirá al adversario la posibilidad de un contrataque. Los croatas, a diferencia de los rusos, tenían esas individualidades, figuras internacionales que juegan en Barcelona (Rakitik), en el Real (Kovcic y Modric), en el Inter (Brozovic) y en otros que no son precisamente equipos de barrio. Pero sobre todo, nadie los obligaba a ganar. Si hubieran perdido, igual habrían vuelto a casa: felices como perdices. Al fin y al cabo Croacia es un país de cuatro millones de habitantes, sin ínfulas hegemónicas y perder frente a Rusia, el dueño de casa, distaba de ser un deshonor.
El gol de Vida, otro cabezazo mortal, pareció sellar la suerte de Rusia. Pero a partir de ahí ocurrió algo interesante. Los rusos, frente a la posibilidad eminente de la derrota, olvidaron todos los esquemas, las combinaciones mil veces ensayadas, las ordenes del entrenador, y comenzaron a jugar a la desesperada, a lo que viniera, en el más absoluto desorden. Y así, solo así logró el empate. Fue en medio de una tole tole, cuando apareció el cabezazo del ex brasileño Fernández.
Un buen partido. Lo suficiente para que espectadores y jugadores rusos se olvidaran de Putin, de la obligación de ganar, de tácticas y estrategias, para entregarse a ese goce siniestro de la definición a penales, ritual necesario que a la vez permite al que pierde, irse con la idea de que no perdió jugando, sino en una contingencia de doce pasos donde cualquiera puede perder o ganar. Sin ninguna obligación.
Decía Oscar Wilde: todo lo que no se hace por amor es una obligación. Me gusta Croacia.
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