En los últimos días de agosto del año 1964 un señor llamado Manuel Fraga Iribarne, por entonces ministro de Información y Turismo a las órdenes de Franco, abrió su diario y escribió las líneas que siguen: “Franco sigue recogiendo simpatía popular y estruendosas ovaciones en todas partes; es su gran argumento cuando le hablamos de cambios”. Es decir: según Fraga, el fervor popular que experimentó el dictador durante los primeros meses de 1964 apuntaló su resistencia a las reformas que le sugerían algunos allegados.
Muchas de aquellas ovaciones se produjeron en eventos que conmemoraban el vigésimo quinto aniversario de su victoria sobre el gobierno de la Segunda República. Sin embargo, la más atronadora no tuvo lugar en ningún acto conmemorativo sino en el Santiago Bernabéu 90 minutos antes de que España lograra la Copa de Europa de Naciones tras vencer a la Unión Soviética por dos goles a uno.
El historiador Paul Preston, que debe parte de su prestigio a la biografía que escribió sobre Franco en 1993, explica que tras ver al dictador entrar en el palco un grupo de falangistas comenzó a corear su nombre y que muy pronto los 120.000 asistentes se sumaron a la oda, derivando aquello en una catarsis que al de Ferrol le sentó de perlas. Entre otras cosas porque la explosión de euforia fue captada por las televisiones de una docena de países. “Reacio a volver la espalda a semejante adulación, Franco se mostró notablemente frío ante cualquier idea de reforma”, explica Preston.
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La final de 1964 es uno de los episodios recogidos por el profesor de Historia y articulista Cristóbal Villalobos en Fútbol y fascismo, una colección de relatos publicados en la editorial Altamarea que exploran la relación entre el deporte más popular del mundo y los regímenes dictatoriales de extrema derecha.
Ojo: tal y como adelanta el propio Villalobos en el prólogo, los relatos no son ensayos académicos sino artículos que explican de manera sencilla y amena cómo muchos caudillos vieron en la popularidad de este deporte una oportunidad para el autobombo.
Un ejemplo paradigmático es el noviazgo que mantuvo el régimen franquista con el Real Madrid. Otro lo tenemos en el Mundial celebrado en Italia durante la primavera de 1934; y es que Benito Mussolini no se tomó el campeonato de forma personal por su gran afición al fútbol sino porque entendió que lucir una Copa del Mundo en la vitrina aportaría prestigio a un proyecto político basado en la grandeza del pueblo italiano. Y qué decir del mimo con el que la dictadura militar brasileña trató a Pelé. En un capítulo dedicado al triunfo de la selección brasilera en el Mundial de 1970, celebrado en México, Villalobos describe los vínculos entre el astro brasileño y el general Emílio Médici.
Por supuesto, no todo es sintonía. El libro no se olvida de los reveses sufridos por algunos de estos regímenes durante sus coqueteos con el mundo del fútbol. Como cuando tres jugadores portugueses se negaron a realizar el saludo romano antes del partido que su selección iba a disputar contra un combinado de la España franquista en 1938. El desprecio fue doble –a Franco pero también al dictador portugués Salazar– y terminó con los tres jugadores en la sede de la policía política lusa. O como cuando Carlos Caszely, estrella del Colo-Colo, le negó el saludo a Pinochet. Tampoco podía faltar la sorpresa del gobierno militar uruguayo al escuchar cómo los 70.000 espectadores del Estadio Centenario de Montevideo entonaban aquello de “se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar…” después de los dos goles que la selección nacional le metió a Brasil el 10 de enero de 1980. Son solo tres ejemplos. Hay más.
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A la hora de hablar de las implicaciones que tiene el fútbol más allá del terreno de juego, eso que llaman intelectualidad se divide en dos. A un lado se encuentran los que arrugan la nariz entre bostezo y bostezo. Al otro, quienes entienden que si veintidós tipos dándole patadas a una pelota generan tal movimiento de masas es porque algo hay. Los primeros suelen despreciar a los segundos alegando que solo tratan de intelectualizar sus bajos instintos; acusación que los aludidos recogen encogiéndose de hombros y diciendo que el que no quiera entender pues que no entienda, y que una cosa es sentir afición y otra muy distinta no ver que desde el punto de vista de la sociología, de la psicología, de la antropología y de la política el temita se las trae.
Villalobos es consciente del debate. Ya en el prólogo nos trae a Borges con aquellas famosas declaraciones diciendo que no le sonaba de nada un tal Diego Armando Maradona. Pero el desprecio del argentino se topa, a lo largo de las 170 páginas restantes, con las reflexiones de Juan Villoro, los comentarios de Eduardo Galeano y los apuntes de Ryszard Kapuściński. Entre otros. Luego está la bibliografía, claro. Once páginas. Es cierto que muchas referencias son hemerográficas –remiten a artículos de prensa– pero entre titular y titular se cuelan ensayos de naturaleza diversa firmados por gente que ha comprendido que el fútbol no empieza cuando suena el silbato ni termina cuando el último entusiasta abandona el estadio. Que va mucho –muchísimo– más allá.
Como vivimos los tiempos que vivimos, debo acabar con la aclaración que el autor hace en la página 17: no, no solo los regímenes de extrema derecha se han subido al carro del Deporte Rey, evidentemente, pero Fútbol y fascismo trata de lo que trata, así que para leer sobre el aprovechamiento que han perseguido otras dictaduras –y prácticamente todas las democracias occidentales– hay que irse a otros manuscritos. Que los hay, y muy buenos.
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