• Por eso me sorprendí mucho cuando empezaron a estrenar todas aquellas películas relacionadas al beisbol de finales de los años 1980s, era dificil asimilar que aquel juego anodino para muchos, especialmente en el ambiente de los estudios cinematográficos, de pronto se convirtiera en argumento atractivo para la industria. Si, es verdad que la razón fundamental de eso residía principalmente en la pasión por el beisbol que había desarrollado cada uno de los directores de esas películas, por eso muchos pensaron que aquel período solo sería algo muy circunstancial, un acontecimiento muy puntual. Todo empezó con la tensión de Eight Men Out y la resignación de Bull Durham en 1988. Seguidas por la emoción de Major League y la magia de Field of Dreams (El Campo de los Sueños) en 1989. Hasta ese momento no me había percatado de la metáfora del hogar ligada al beisbol.
• Ver a un granjero con una esposa, una hija pequeña y la responsabilidad de hacer productivo un terreno de decenas o centenares de hectáreas, tumbar buena parte del maizal para construir un estadio de beisbol, por la descabellada razón de haber escuchado una voz que le aseguraba que si lo construía alguien vendría, resultaba algo escalofriante sin ser una película de terror, algo tan o más emociónate que un jonrón en extra inning para dejar sobre el terreno al rival, reformulaba, rediseñaba la noción que tenía hasta ese momento del beisbol. A partir de ese momento empecé a percibir todos esos detalles mimetizados en la aparente frialdad del juego hasta trastocarse en la más apasionante cartografía emocional con carreteras que atraviesan en todas direcciones , en medio de los paisajes más inverosímiles, todos los caminos de las relaciones familiares, todas las mesetas de la sensibilidad, toda la geografía del hogar. De pronto parecía que ese rombo de grama y arcilla estuviera enmarcado en la sala familiar.
• Había experimentado muchos momentos especiales mediante el seguimiento de los juegos por radio, como cuando papá se acercó a la mesa del comedor donde yo permanecía adherido a las cornetas de aquel inmenso radio de bulbos incandescentes, ya era más de las once de la noche y mientras me recordaba que era hora de dormir, me sorprendió con aquella pregunta de si extra inning era algo similar a las prórrogas que había en los partidos decisivos de un campeonato mundial de futbol, papá solo seguía el futbol. O cuando jugaba con mis amigos en el solar de asfalto ubicado frente a la casa de mis padres y mi mamá salía en la penumbra del atardecer a buscarme para que fuese a bañarme y a cenar “¿es que acaso piensas pasar la noche jugando ese bendito juego?” O cuando me sumergieron en un tambor de agua en pleno carnaval la mañana cuando escuchaba el tercer juego de la serie final de la temporada 1969-70, mi radio se dañó al contacto con el agua y llegué llorando a la casa de mis abuelos. Mi abuelo, que era el tipo más celoso y quisquilloso con el radio de bulbos de la sala, encendió el reluciente armatoste y cuando la voz del narrador anunciaba la jugada culminante compartí una de las sonrisas más amplias que le hubiese visto a mi abuelo
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• Sin embargo el escalofrío que avanzaba en paralelo con la acción de El Campo de los Sueños, resultaba tan punzante, tan asfixiante, tan invasivo que aun me paralizo viendo esa película como la primera vez, todavía imagino llegar a las cuatro de la tarde a ese descampado en medio del maizal y sentir aquel vendaval emociones de quien sueña con involucrarse en la dinámica contagiosa del juego hasta intercalarse con sus compañeros para experimentar la euforia más descomunal. Puedo recordar todas las conversaciones íntimas con mi papá que no me atrevía a iniciar pero que la curiosidad por conocer más de beisbol rompía el hielo del rostro adusto de papá, o me revestía de una irreverencia para hacer preguntas que nunca pensé que me atrevería a pronunciar. Seguía escuchando esa voz en el lecho de convalecencia de mi padre y me esforzaba por buscar la medicina que lo hiciera levantar para ir a compartir todos los juegos postergados por su trabajo o por mi rebeldía.
• Cada vez que veo El Campo de los Sueños me encuentro con mi papá en algún lugar de su oficina, bajo el rugido del aparato de aire acondicionado, entre los armarios gigantes de papelería y las mesas dispuestas en zigzag, cada una con una máquina de escribir que solo él conocía a fondo y me hacía observaciones de como debía tocar las teclas, o como ganar un espacio antes de que sonara la campanita que indicaba el final de la línea. También lo veo en el garaje cuando me llamaba la atención por respirar el monóxido del tubo de escape, nunca le vi unos matices más bermejos en las mejillas que cuando alzaba la voz en esos momentos para regañarme. Regreso a las tardes dominicales cuando me iba a buscar al cuarto para preparar aquella salsa al pesto y aunque conocía la rutina, siempre había un detalle adicional, como agregar atún gradualmente en la maceración con el mortero, o hacer el pesto clásico solo con albahaca, aceite de oliva, ajo y nueces. O cuando el sabor del ajo era muy profundo en la lengua, sacaba una garrafa de vino blanco que guardaba en el gabinete más apartado de la cocina
• Aquel boom de películas de finales de los ’80 no resultó algo circunstancial, quizás no haya películas de beisbol todos los años, pero cada cierto tiempo aparecen nuevas películas que recuerdan la metáfora del beisbol y el hogar, como la conexión de un padre y un hijo a través de la gesta de los Milagrosos Mets de 1969 en Frequency (2000), o la intensidad de las relaciones fraternales y grupales mostrada en A League of Their Own (1992), también el drama y la resiliencia de un grupo de niños que a través del beisbol logra restañar las heridas familiares en El Juego Perfecto (The Perfect game) (2010). Entonces resulta inevitable sentir que más que un juego, el beisbol es una filosofía de vida.
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