Mi papa y los Yanquis
Stacey Gotsulias. 19 de enero de
2016. The Hard Ball Times.
La noche del jueves 25 de septiembre
de 2014, me dirigí a la estación de la calle 86th en Lexington Avenue en
Manhattan, lo cual para ese día, se había convertido en rutina para mi. Mi
hogar por las dos semanas previas había sido un hermoso apartamento, en un bien
mantenido edificio de la calle 89th. Había pasado ese tiempo cuidando los gatos
de unos amigos quienes viajaban fuera del país. Aquella era mi última noche con
los felinos antes de ser relevada de mis deberes el próximo día.
Mi viaje, considerado breve por la
mayoría de los manhattanienses, era solo de dos paradas del metro y una
caminata de cuatro cuadras de la avenida. Mi destino era la habitación
8-537 de la unidad de quemaduras del Weill-Cornell Medical Center.
Esa había sido mi rutina desde finales de agosto cuando mi padre fue
ingresado al hospital luego de desarrollar el síndrome Stevens-Johnson, un raro
y a veces fatal desorden de la piel que causa una erupción que se extiende y
supura. Eso afecta la piel y las membranas mucosas, así que el interior de la
boca, garganta y naríz también puede llenarse de ampollas. Es extremadamente
doloroso y debido a que el caso de mi padre era muy severo, hubo que entubarlo
y le practicaron una traqueotomía para que pudiese respirar.
Para mediados de septiembre, mi padre
se había recuperado completamente del SJS. De hecho, había desarrollado una
piel nueva. Cada lugar afectado por las quemaduras estaba curado y él lucía en
su mejor forma en mucho tiempo, pero desafortunadamente tenía dificultades con
una neumonía que había contraído en el hospital y estaba teniendo momentos
difíciles tratando de controlarla. Los pulmones de mi padre estuvieron
comprometidos por décadas de fumar y cada vez que los médicos reportaban que la
neumonía desaparecía, reaparecía con venganza.
Mientras avanzaba por la calle 68th y
me acercaba al hospital, miraba hacia el cielo, me aliviaba ver que había
aclarado porque no era solo una noche ordinaria de visitar a mi padre en el
hospital. Era la noche del último juego en casa de Derek Jeter. El tiempo había
estado nublado casi todo el día, y las personas temían que el juego pudiera ser
retrasado o peor aún, suspendido.
Cuando llegué a la acera del
hospital, miré hacia la ventana de la habitación de mi padre, la cual se podía
ver mientras avanzabas en la entrada principal de Weill-Cornell.
Usualmente cuando miraba hacia arriba, veía a alguien parado en la ventana con
un uniforme amarillo, o veía el bolso de mi mamá en el alfeizar de la ventana.
Esa noche solo vi algunas almohadas y sábanas adicionales.
Sonreí y dije “Hola”, mientras
mostraba mi tarjeta de identidad a los guardias de seguridad en la recepción y
avancé a través del laberinto de pasillos, porque ¿Quién mejor para ver el
último juego de Derek Jeter en casa que el hombre quien me introdujo y ayudó a
que me enamorara del beisbol y de los Yanquis de Nueva York?
No estoy segura de cuantos años tenía
cuando empecé a ver deportes por televisión, pero pienso que estoy en lo cierto
al asumir que era extremadamente pequeña, tanto como de semanas o meses de
nacida, y todo por culpa de mi papá. Yo era la primogénita, la hija de papi,
así que cualquier cosa que veía papi, yo la veía. Eso incluía programas como Barney
Miller, Chico and the Man, Sanford and Son y All in the Family, y
eso incluía los deportes de Nueva York. Todos. Porque aunque las alianzas de mi
papá estaban con los Yankees, Giants, Rangers y Knicks, él también
veía a los Islanders, Jets, Mets y Nets (entonces de Nueva
York y de la American Basketball Association). Veíamos hasta Bowling
for Dollars juntos. Si estaban pasando algo relacionado con deportes, golf,
carreras de caballos, futbol, bowling, etc., encontrabas a mi papá
viéndolo. Y mientras yo aún veo casi todos esos deportes como adulto, ninguno
de ellos capturó mi corazón, o nos vinculó tanto como el beisbol.
Cuando nací, en agosto de 1974,
el hogar era un apartamento de pre-guerra de una habitación en la parte alta de
Manhattan. Papá trabajaba en New York Telephone y mama trabajó, hasta
pocas semanas antes de mi nacimiento en la oficina de negocios de City
College. Por aquellos primeros meses, viví en la habitación de mis padres,
así que estuve expuesta a los deportes desde bien temprano.
Nueve mese después, en mayo de 1975,
nos mudamos a un apartamento más grande en el mismo edificio, fue allí donde
floreció mi amor por los deportes.
Mi primera habitación era verde Kelly,
y debido a que era muy pequeña para ese momento, no recuerdo la mudanza hacia
el apartamento del primer piso, pero recuerdo esa habitación porque viví ahí
hasta que tuve cuatro años de edad. Tenía una esquina de ventana la cual
dominaba la entrada trasera de la recepción del edificio y la calle West 215th.
También se veía el puente Henry Hudson, y más allá en la distancia, las
Palisades y Nueva Jersey, pero solo si te sentabas en el lugar correcto, en la
esquina de la ventana.
Menciono esto porque mi cuarto estaba
al lado de la sala. En vez de servir como comedor, el espacio fue convertido en
una segunda habitación. Tenía dos puertas, una que llevaba a la cocina naranja
zanahoria estilo años ’70 y la otra que tenía dos escalones que bajaban a la no
tan brillante sala beige.
Recuerdo estar acostada despierta en
la noche y oir ruido de multitud desde el televisor.
A veces papá se retiraba hacia su
habitación para ver el televisor sin despertarme, pero otras veces se recostaba
en el sofá o se sentaba en la silla reclinable de cuero negro y lo veía desde
la sala. Ocasionalmente me sentaba con él en esa silla reclinable, en su
regazo. Debido a que era tan pequeña, solo veía retazos de juegos cuando eran
nocturnos. A medida que crecí, el tiempo que pasamos juntos viendo deportes
aumentó y me empezó a gustar lo que veía.
Papá jugaba softbol con sus amigos de
la compañía telefónica cuando aún vivíamos en Manhattan. Había un parque
al cruzar la calle desde nuestro apartamento y había varios campos, así que lo
veía jugar en blue jeans, o dungarees como le gustaba llamarlos,
y sus Pumas. Usualmente lanzaba, con una lata de cerveza al alcance.
El amor de mi papa por el beisbol empezó
cuando era niño, creciendo en el Bronx. Sus padres eran inmigrantes
griegos quienes fueron a Estados Unidos porque eso era lo que todos hacían en
aquellos días. Mi Papou y Yia Yia están inmortalizados por siempre en Ellis
Island; sus nombres están grabados en piedra a la vista de los visitantes.
Nunca conocí a mi Yia Yia; ella falleció en 1965 cuando papá estaba con la
armada en Fairbanks, Alaska, nueve años antes que yo naciera y dos años antes
que mis padres se conocieran. Solo tengo memorias vagas de mi Papou, quien
falleció en 1980 cuando yo tenía cinco años.
Papá asistió a su primer juego a
finales de los años ’40 e iba a juegos de los Yanquis y Gigantes mientras
crecía. Su homónimo, mi tio abuelo Gus, era un fanático acérrimo de los
Gigantes de Nueva York y llevaba a mi padre a Polo Grounds con la
esperanza de convertirlo en fanático de los Gigantes, pero el corazón de mi
padre siempre permanecería con los Yanquis. Él nos contaba historias de cómo mi
Yia Yia le preparaba una bolsa con almuerzo para que tuviese algo de comer
mientras se sentaba en las gradas de Yankee Stadium de niño.
Al crecer, mi hermano James y yo
estábamos asombrados del conocimiento casi enciclopédico de papá acerca del
juego. No solo de las particularidades del deporte, sino de los equipos y
peloteros. Nos gustaba mucho mencionar peloteros de los años ’50 y ’60
porque mi padre no solo diría, “Lo recuerdo”, agregaba detalles de los
equipos para los cuales jugó y por quién fue cambiado junto con su posición y a
que mano bateaba o lanzaba. Era Beisbol-Reference antes que este
existiera.
A papa también le gustaba molestarme
por ser el único miembro de mi familia inmediata en haber nacido en un año
cuando los Yanquis no ganaron la Serie Mundial, él nació en 1941, mi mamá en
1947 y mi hermano en 1978. Especialmente le gustaba molestarme porque no solo
nací en un año cuando los Yanquis no llegaron a los playoffs, 1974, sino
que nací en una de dos temporadas cuando ellos jugaron en Shea Stadium
porque Yankee Stadium estaba en proceso de renovación.
Esa molestadera llevó a una pieza que
escribí hace pocos años acerca de mi familia, tios, tías, primos y abuelos
incluidos. Yo quería ver cuantos de ellos nacieron en un año cuando los Yanquis
ganaron la Serie Mundial. La cosa más divertida fue que no le dije a mi padre
que estaba escribiendo la pieza y cuando le pregunté en que año había nacido su
hermana Tina, el contestó, “1939. Los Yanquis ganaron la Serie Mundial”.
Típico de papá. Ladeé la cabeza, sonreí y seguí escribiendo.
En 1983, cuando faltaban tres semanas
para mi noveno cumpleaños, mi papá finalmente me llevó a Yankee Stadium.
Recuerdo estar irritada porque le había tomado tanto tiempo llevarme a un juego
de beisbol y sentí, aún entonces, que si yo hubiese sido un niño, me hubiera
llevado a un juego mucho antes. Pero ese sentimiento se disipó en el momento de
entrar al estadio. Ver un estadio en persona está a mundos de distancia de
verlo en una pantalla de televisión. Los colores son mucho más vivos en
la vida real, el verde del campo parecía esmeralda y las paredes
acolchadas azules son casi ultramarinas, y el olor punzante de cotufa y perros
calientes, pero no de manera negativa. Está ahí, flotando en el aire para
hacerte saber que estás en un estadio de beisbol.
Fuimos a un doble juego ese día
caliente de verano. Los Yanquis jugaban contra los Azulejos de Toronto y yo
estaba emocionada porque finalmente veía beisbol en vivo y porque mi papá
también invitó algunos de mis amigos, incluyendo el niño con quien tenía un
enfrentamiento. Los Yanquis barrieron, Ron Guidry lanzó un juego completo en el
primer desafío y hablamos con Dave Winfield en el intermedio y esa experiencia
inició mi escarceo amoroso con los Yanquis de Nueva York, el cual ha durado
mucho más que cualquier otra relación de mi vida.
No me permitían jugar beisbol o
softbol cuando era niña porque nací con dificultades oculares. Tengo visión
monocular. Mi ojo derecho domina mi ojo izquierdo y eso causó que mi ojo
izquierdo se hiciera torpe. Agréguese el hecho de que soy derecha, tener una
pelota lanzada hacia mi cuando mi ojo izquierdo apenas podía verla habría sido
una receta desastrosa. Mi madre me imaginaba siendo golpeada todo el tiempo.
Pero eso no privó a mi papá de darme un guante de beisbol, comprarme juegos de
barajitas de beisbol, y jugar a lanzar la pelota conmigo de vez en cuando.
En vez de jugar beisbol o softbol, yo
asistía a muchos juegos de pequeñas ligas porque papá era entrenador. Entrenaba
a mis amigos y eventualmente a mi hermano cuando tuvo la edad para jugar. Mi
papá no era el entrenador más paciente. Sus gritos eran muy infames, pero hacía
a los muchachos mejores jugadores y hasta este día, los muchachos que mi papá
entrenó hace todos esos años todavía hablan de cómo les bateaba roletazos con
un cigarrillo encendido en su boca.
Una vez que me llevó a mis primeros
juegos, papá siempre hallaba la forma para que fuéramos al estadio. En un juego
del siguiente verano, le había propuesto a mi amiga Theresa para gritarle,
“¡Don amamos tus nalgas!” a Don Mattingly mientras él cubría primera base.
Nuestros asientos estaban justo detrás de primera base, así que definitivamente
él nos oyó y hasta volteó ligeramente en nuestra dirección. Estaba
probablemente horrorizado ante las palabras de dos niñas que admiraban su
trasero. Tan pronto como lo hicimos, me puse tensa porque imaginé que mi papá
empezaría a gritarme. En vez de eso, agitó la cabeza y rió. Como lo hizo la
mayoría de los adultos de nuestra sección.
Mi relación con mi papá
evolucionó a medida que crecí. Teníamos los altibajos usuales como la
mayoría de padres e hijas, especialmente durante mis años adolescentes, y no
eramos tan cercanos como cuando yo era pequeña, y nunca coincidímos en política
en mi tráfago hacia la adultez, pero aun a través de esos tiempos duros, y
ocasionales discusiones caldeadas, teníamos al beisbol para acercarnos.
Un martes en la tarde de 1996, él
llamó a casa para preguntarme si quería ir al juego de los Yanquis esa noche.
Yo había regresado de clases y estaba agotada física y emocionalmente después
de la semana de exámenes finales. No tenía actividad en mi trabajo en un campo
de golf hasta más adelante en la semana y apenas había salido de mi habitación
los dos días que estuve en casa. Le dije que no estaba segura de querer hacer
algo. Él me dijo que no tenía que decidir en ese momento. Que el llegaría a
casa del trabajo y si yo quería ir al juego, iríamos.
A las 5:30 de esa tarde decidí que
si, me gustaría ir. No había ido a un juego de beisbol en toda la temporada y
tampoco había visto ninguno por televisión mientras me fajaba en la escuela,
solo los resúmenes de ESPN.
Esa noche era 14 de mayo de 1996.
Terminamos presenciando el juego sin hits ni carreras de Dwight Gooden.
Fue una manera muy agradable de regresar a ver beisbol en vivo luego de un
largo paréntesis.
Hasta el día de hoy, les digo a todos
que estar en el estadio esa noche fue como ver una película. Casi no parecía
real. Veía como los compañeros de Gooden lo llevaban en hombros; él levantaba
sus brazos en el aire y aún se sentía como si lo estuviera viendo en una
pantalla en otra parte. No podía creer lo que habíamos experimentado. Luego de
unos momentos, mi papá, quién estaba parado a mi derecha se volteó hacia mi y
dijo, “¿No estás feliz de haber venido? Recuerdo mover la cabeza varias veces
antes de ser capaz de replicar, “Si”.
Papá y yo tuvimos unos cuantos momentos de
beisbol juntos. Algunos fueron divertidos. Como la vez durante la serie de
campeonato de la Liga Americana de 2004, antes del infame colapso, cuando
estaban presentando la obra de teatro “Lean Back” de Terror Squad, Fat
Joe y Remy y le dije, “Papi , inclínate hacia atrás”. Le mostré que hacer y
luego de unos momentos de confusión temporal, él me imitó. Desafortunadamente,
eso fue antes de la llegada de Youtube y la memoria de eso solo existe
en mi mente, pero puedo garantizar que si usted hubiese visto a mi padre griego
de 63 años inclinándose hacia atrás, se habría cuajado de la risa.
Algunos momentos estuvieron cargados de
nervios, como, todos los otros juegos de playoff que presenciamos
juntos. Mi favorito de esos juegos fue uno al que asistimos solos, cuando mi
hermano todavía estaba en la escuela.
Papá me había llamado al trabajo y me
preguntó si quería ir al juego de esa noche. Para algunas personas, esa sería
una típica noche de lunes de octubre, pero para los fanáticos de los Yanquis,
sería una noche de lunes de nauseas y arrancarse los cabellos porque verían a
su equipo en un quinto juego de vida o muerte contra los Atléticos de Oakland
en la serie divisional de 2001.
Pocos días antes estábamos en el estadio
para el segundo juego con mis dos primos. Fue la noche que el Presidente Bush
informó a la nación acerca de lo que estaba pasando en Afganistán y mostraron
su discurso en la pantalla Diamond Vision del right center field.
Miramos con incomodidad como nuestro Presidente hablaba acerca de atacar a los
enemigos y las cosas no mejoraron para nada, porque Oakland tomaría una ventaja
de 2-0 en la serie, de regreso a la bahía. Bien, yo estaba incómoda y
desilusionada, pero papá no. Él creía que los Yanquis ganarían la serie.
Vimos los dos próximos juegos por TV, papá
en el sofá y yo en la silla frente a él en nuestro estudio. Esas eran nuestras
posiciones típicas. También vimos por televisión el juego sin hits ni carreras
de Jim Abbott ocho años atrás desde esas posiciones. Cuando Derek Jeter hizo
“la jugada”, fue solo la segunda vez en mi vida que había visto a mi padre
saltar de su silla mientras veía un evento deportivo. (La primera vez fue
en mayo de 1993 cuando John Starks hizo una clavada ante los Bulls de Chicago).
Mi papá, de nuevo, luego que Jeremy Giambi fue decretado out, proclamó, “Los
Yanquis definitivamente van a ganar la serie. Oakland está listo”.
Aquella tarde de lunes de octubre, yo
sonreía mientras levanté el auricular de mi teléfono en el trabajo y antes que
pudiera terminar de decir, “Hola papi”, el me preguntó. “Hey Stace, ¿Quieres ir
al juego de esta noche?”
En un día normal de temporada, yo habría
saltado ante la oportunidad y dicho si en milisegundos, pero este era un juego
de vida o muerte. Si los Yanquis perdían, se acababa la temporada. Y ¿quería yo
estar en Yankee Stadium, rodeada de extraños mientras lloraba porque mi
equipo había perdido? Por otro lado si los Yanquis ganaban, avanzarían a la serie
de campeonato de la Liga Americana y sería la primera vez que los vería ganar
una sería de playoff en persona.
Era una encrucijada. Y mientras
pueda parecer que me tomaría 10 minutos contestarle, en verdad solo me tomó
cerca de 10 segundos. Nos encontramos en el bate a las 6:30. El bate es un tubo
de escape de cuarenta metros modelado a partir de un Louisville Slugger
ubicado fuera de la entrada principal en el estadio viejo y servía como punto
de encuentro para todos.
Los Yanquis ganaron el juego esa
noche y avanzaron para jugar ante los Marineros de Seattle en la serie de
campeonato de la Liga Americana. Siempre atesoraré mis memorias de ese juego
porque estábamos solo mi papá y yo, como cuando yo era pequeña. Como era usual,
el era agradable, calmado y comedido a través del juego; mi opuesto polar.
Mientras él se mantenía reasegurándome que los Yanquis ganarían, yo
oscilaba adelante y atrás casi todo el juego. Estaba tan nerviosa que hasta
desperdicié una oferta de maní, lo cual rara vez hacía. Siempre envidié la
habilidad de mi papá para siempre creer que los Yanquis ganarían sin importar
lo que tuvieran en contra. Yo no heredé ese gen.
Me fui del hospital después de ver el
sencillo de Jeter para ganar el juego repetido varias veces y me fui al
apartamento, donde vi el juego otra vez y estuve despierta hasta tarde.
Mi pobre papá tuvo fiebre esa noche y
apenas duró hasta el segundo inning. Llegó a ver el doble de Jeter en el primer
inning y señaló hacia el televisor cuando Jeter llegó quieto a segunda. Sostuve
su mano mientras él dormía y miraba el juego.
En un momento durante los últimos innings
del juego, papá despertó y miró un poco agitado. Trató de arrancarse el tubo de
la traquea y tuve que ajustárselo porque la enfermera que le asignaron no podía
ser encontrada. Le dije que no podía hacer eso porque el tubo lo ayudaba a
respirar y el me miró, sonrió levemente, y entonces pestañeó un par de veces.
Entonces se relajó, se recostó, puso su cabeza en la almohada y se durmió.
Fue la última vez que hicimos
contacto visual.
La mañana siguiente, antes que yo
llegara al hospital, mi papá colapsó. Los doctores fueron capaces de traerlo de
vuelta, pero nunca sería el mismo. Nunca supimos hasta pocos días después que
el daño cerebral sufrido era catastrófico e irreversible. Nunca fue mi papá de
nuevo y teníamos la decisión de mantenerlo vivo de esa manera, o dejarlo pasar
a mejor vida. Y justo más de una semana después que vi el último juego de Derek
Jeter en casa, veía como el hombre que me introdujo en el beisbol tomaba su
último aliento en ese mismo hospital, el 3 de octubre de 2014 a las 6:48 pm.
Fue pacífico, tranquilo, y de una manera hermoso. Fuimos capaces de estar con
él y sostener su mano durante sus últimos momentos en la Tierra. Falleció
rodeado por su esposa, hijos, hermana, una de sus sobrinas y uno de sus
sobrinos.
Pocos meses antes de que él
falleciera, caminé hacia mi papá temprano una mañana dominical, con mi laptop
en mano y le mostré la página principal de beisbol de un portal deportivo. Me
habían asignado un artículo la noche anterior y fue publicado mientras él
dormía, “¿Alguna vez pensaste que verías nuestro loco apellido griego en ESPN?”
Él sonrió y yo dije, “Gracias”. Me preguntó porque le estaba agradeciendo y le
dije, “Es por ti que estoy tan loca por el beisbol, y eres la razón de que
escriba acerca de eso”. Él agitó su cabeza y dijo, “Nah, todo se debe a ti”.
No, papi, todo se debe a ti.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
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