JUAN TALLÓN
El País/ Madrid
Será emocionante ver chocar dos ideas tan opuestas, poderosas, incandescentes, en plena madurez. Es una colisión largamente esperada. Las chispas iluminarán la noche, y el relato dejará un eco duradero, en forma de humo de cigarro. Pasó mucho tiempo desde la única vez que Guardiola y Simeone coincidieron en el mismo campo, en los banquillos. Fue en 2012; demasiado pronto para que la cita tuviese épica. Por entonces Guardiola ya había construido su Barça, y estaba a punto de abandonarlo, y Simeone aún trataba de inventar del todo al Atlético. Nunca más volvieron a verse cara a cara. Quizá necesitasen tiempo para darse la espalda, y aprender a convertirse en adversarios acérrimos. Entretanto, moldearon un equipo a su semejanza, inexpugnable, cuyos jugadores de campo mirasen hacia el banquillo y estuviese en llamas.
Las rivalidades se forjan despacio, en un silencio por el que resbalan las semanas, los años, los recuerdos, a veces mientras se posterga el enfrentamiento indefinidamente, hasta que llega un mañana que te preguntan por qué te llevas tan mal con fulanito y te encoges de hombros; lo has olvidado. Existen formas de rivalizar más sutiles y fascinantes que el simple odio, que es un sentimiento que se levanta de repente, casi cuando estás desprevenido mirando a unas piernas o consultando el teléfono. Guardiola y Simeone se han declarado mutua admiración. Pudiera parecer poca cosa al lado del aborrecimiento, pero ¿qué hay más intenso y dramático que quererse, y pese a todo tener que acabar el uno con el otro?
El fútbol los ha mantenido alejados, como si fuese demasiado peligroso que coincidiesen en el mismo estadio. Pero cuando te acostumbras a viajar por Europa, siempre llega un año, avanzada la temporada, que la Champions adquiere forma de pequeño tugurio, y las caras más remotas y ajenas se cruzan y tienen que decirse “buenas tardes”. Al Bayern nunca había que esperarlo. Siempre estaba ahí, en el local, a punto de ganar el torneo, con y sin Guardiola. Al Atlético le llevó cuatro décadas recomponerse de la final del 74, y hasta hace tres años no se convirtió en cliente habitual. Aquellas heridas fueron gravísimas. Y las grandes tristezas se curan sólo lentamente. Para sobrellevar el tiempo, el equipo se procuró una felicidad de cercanías, y una tarde que otra ganaba una Liga, o descendía a segunda para después disfrutar con el ascenso. La felicidad total tiene sus trámites. Burocracia emocional. Entonces, apareció Simeone.
Pocos entrenadores como él y Guardiola han empujado su idea tan lejos, tan alto, y con jugadores tan diferentes. No se parecen en nada. Seguramente, porque un gran entrenador nunca se confunde con otro. En cambio, comparten la necesidad de meterse en problemas, e intentar hacer algo que casi todos coinciden en que no se puede hacer. Si es imposible, entonces es perentorio. No importa qué idea es mejor, sino la belleza del conflicto entre ellas, como cuando un periodista preguntó a Jean Cocteau qué salvaría si alguna vez se quemaba el Louvre, y contestó que “el fuego”.
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